Recuerdo cuando me quedaba en tu casa a dormir porque mi madre llegaba muy tarde y los niños pequeños ya debían estar acostados. Tus míticos ronquidos, creo que hicieron que desde entonces pueda aguantar un obús en mi oído y no alterar el sueño. Recuerdo hacerme lo suficientemente mayor como para poder aguantar despierto a que llegase mamá e ir con ella a casa.
Recuerdo nuestras "competiciones" a ver quién era más cabezota o quién tenía peor memoria. Ganabas tú, pero por poco.
Oh, tus croquetas de jamón. Sé que de ahí me viene mi amor por las croquetas. Nunca probé unas como aquellas, y se me quedó marcado el día que dijiste que ya no las harías más, que era mucho trabajo. Contigo aprendí algunas cosillas de la cocina, y disfruté a lo grande tus arroces los domingos.
De ti también aprendí a hacer los solitarios, los crucigramas, y saqué tu afición a hacer cuentas con papel y boli, sin "maquinitas".
Las comidas familiares ya dejaron de ser lo mismo cuando dejaste de venir. Poco a poco te fuiste apagando, pero ahí estabas, con casi un siglo de vida y una salud de hierro. Qué envidia, abuela.
Fuiste fuerte, madre viuda de 5 niños pequeños y apañándotelas sola. Hasta anoche, que pensaste que tu paso por aquí había llegado a su fin. Y dijiste adiós a tu Madrid, a tus hijos y al resto de nosotros.
Gracias, señora Elisa.
Gracias, abuela.
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