jueves, 22 de marzo de 2012

089. A los sesenta




A Óscar le costó un poco atinar con la llave para abrir la puerta de su casa. Aún estaba débil por la operación, aunque la recuperación había sido buena, y además sus habilidades motrices seguían mermándose a pasos agigantados.

Estaba cansado, no sólo físicamente, sino también anímicamente. Era uno de esos días en que se sentía cansado de vivir. Uno de esos días en que notaba todos y cada uno de sus más de 50 años sobre la espalda.

Se derrumbó sobre el sofá, sin acordarse del roto que había en el respaldo y que aún seguía pendiente de arreglar. Se propuso a sí mismo preparar algo antes de que llegasen sus amigos, aún sabiendo que era inútil, pues jamás reuniría las fuerzas para levantarse de aquel sofá. Tenía todo lo que necesitaba para pasar ese par de horas: el mando a distancia de la tele y un vaso de agua que había cogido en la cocina.

Sin embargo, como tantas otras veces, en lugar de encender inmediatamente la tele para tirarse dos horas haciendo "zapping", se quedó mirando a un punto indeterminado en la pared, enfocando al infinito, absorto en sus pensamientos. Y es que era uno de esos días en que un denso humo de melancolía flotaba en el ambiente, y no le iba a dejar respirar con normalidad. Pensar en sus amigos le hacía pensar inevitablemente en ella.

"Mira Óscar, esta es Irene", les había presentado su amigo común Rober. Aquella compañera de curro que poco a poco fue integrándose en el grupo y que finalmente se había ganado la confianza de Óscar. Viajes, películas, excursiones y cafés que crearon un vínculo fuerte en el grupo de treintañeros y crearon en Óscar esa sensación de seguridad y felicidad que siempre había estado buscando. Una sensación que, se decía a sí mismo, no llegaría a más. Recuerda cómo se prohibió pensar en otras cosas, y cómo esquivó las evidentes oportunidades que tuvo de compartir con ella algo más que las risas cómplices del grupo de amigos.

Su clásica educación le hacía esperar esa especie de relación perfecta, de enamoramiento ciego y de seguridad plena, y las dudas sobre el futuro de Irene (un posible traslado al extranjero que al final se confirmó) impedían esa perfección y por eso se negó a intentarlo siquiera.

No sería justo decir que se arrepiente, quizá hizo lo correcto. Quizá ella se hubiera marchado igual y seguramente habría sufrido mucho. Pero era imposible dejar de sentir esa sensación de fracaso, de haber perdido una oportunidad. Esa maldita sensación de soledad, y ese vacío en la mitad de la casa. Ese "algo" que lo amigos no podían ocupar, que quedaba siempre y que atacaba cuando ellos se marchaban y él se ponía a prepararse la cena.

La peor sensación era la de haber perdido tiempo; la de no haber sacado el jugo a la vida, de enredarse en tonterías. Qué de días soñaba con volver 30 años atrás, y dar un par de collejas a su "yo" post-adolescente para que se lanzase al vacío y se quitase el arnés de la desconfianza.

Cuando recupere fuerzas en unos días, se dijo, tengo que dar la vuelta al colchón, mi lado está ya demasiado hundido.



jueves, 8 de marzo de 2012

088. Al tocapelotas



Al que se para en el lado izquierdo de las escaleras mecánicas.
Al que, cuando va en grupo, le encanta ocupar toda la acera a ritmo lento.
Al que se para frente a los tornos del metro a buscar su abono en lugar de llevarlo preparado.
Al que se queda en la puerta del metro teniendo medio vagón vacío.
Al que se pone a contar moneditas en la caja del súper despues de meter toda la compra pacientemente en las bolsas.
Al que empuja a los demás por sentarse en el metro.
Al que tose o estornuda sin taparse.
Al que deja que su móvil suene a gritos durante largo rato.
Al que no recoge la mierda de su perro y nos hace quedar a los demás como cerdos.
Al que empapa los lavabos de los servicios públicos y lo deja todo hecho un asco.
Al que va al médico sólo por echar la tarde.
Al que fuma justo en la puerta de los sitios creando una cortina de humo en la entrada.
Al que se cree todo lo que cuenta su periódico o canal de referencia.
Al que se pone a tocar el claxon cuando el coche de delante se para en un paso de cebra.
Al que le grita a los dependientes chinos pensando que así le entenderán mejor.
Al que coge el ascensor para una planta sin tener ningún problema físico.
Al que permite que su hijo se ponga a dar patadas a la gente y no se molesta en educarle.
Al que ridiculiza cualquier opinión distinta a la suya.
Al que se toma confianzas sin conocerte de nada.
Al que se para justo al final de las escaleras mecánicas.


A ti... te dedico hoy este post. Buenos días.



lunes, 5 de marzo de 2012

087. A oscuras



La oscuridad inunda la habitación. La película ha terminado y nos ha encontrado abrazados, el uno junto al otro, sin querer que ese momento termine. Cuando al fin te levantas del sofá, nuestros labios imantados se resisten a estar muy separados, y te quedas ahí, a escasos centímetros, notando mi respiración. Sabemos que estamos jugando en terreno peligroso, que no debemos, que por fuerte que sea la tentación tenemos que mantener la distancia.
Pero tu boca y mi boca se buscan, casi se sienten sin llegar a tocarse.

"Bueno, ¿enciendo la luz?", digo con un hilo de voz, sin mucha convicción. Tu "no" queda expresado sin palabras, al agarrarme suavemente del brazo pidiéndome que no rompiera ese momento. Mejor así. Noto tu sonrisa en la penumbra, tus ojos que me miran con una mezcla de pasión y culpa. Tu mano en mi brazo se desliza, me acaricia, estamos cada vez más cerca. No queda espacio entre nosotros. Te abrazo suavemente, sin dejar de mirarte. Mientras paso mis labios por tu cuello noto cómo se eriza tu piel, y tu boca en mi oreja suelta un leve suspiro. Tu mano en mi pelo, jugueteando en mi nuca.
Nuestros labios se buscan y se encuentran al fin, y noto tu calidez pasando a mi cuerpo, y tu lengua juguetona repasando mis labios. Nos besamos muy lentamente, olvidando la realidad, sintiendo esa chispa eléctrica que nos recorre y nos enciende.
Mis manos sigue recorriendo tu cuerpo, ya debajo de tu camiseta, subiendo por toda tu espalda. Las tuyas en mi cabeza, suaves pero firmes, como queriendo asegurarte de que no nos vamos a separar. Nuestro beso se va volviendo más apasionado, nuestro ritmo se acelera, tu respiración se agita, gotas de sudor aparecen en mi cuerpo. Quiero sentirte bien, quiero que nada nos impida disfrutar el uno del otro, así que te levanto los brazos y saco tu camiseta. Mucho mejor. En la oscuridad recorro tu cuerpo, que ya lo conozco bien, y mis dedos se paran traviesos en los puntos que más te gustan...

Más de una hora continuamos con este juego de pasión, de intimidad, de sentirnos por un momento el uno para el otro. Un juego que comienza en un sofá y que nos encuentra desnudos, sobre la alfombra, con una oscuridad casi absoluta, convirtiendo nuestros dedos en grandes receptores de placer, haciendo que tú y yo conozcamos nuestros respectivos cuerpos a la perfección, mucho más que cuando nos hemos visto a plena luz del día.
Una noche inolvidable, con fecha de caducidad, con una mañana que nos separará como otras veces, asegurándonos que no volverá a pasar. Pero sabemos que no será así de fácil, que como hoy leí por ahí, un error común del ser humano es tratar de sacarse de la cabeza aquello que no sale del corazón.

No sé qué nos deparará la vida, pero esa noche nunca la olvidaré. La noche en que fuimos uno, y en la que la única electricidad fue la que hubo entre nosotros.