Había una vez un pequeño pájaro que era un gran volador. Le encantaba surcar los cielos y observar los paisajes desde cientos de metros de altura: los bosques, los mares, los acantilados. Sus estancias en tierra siempre eran muy breves, y enseguida reemprendía el vuelo.
En una ocasión, nuestro amigo se lastimó una pata al aterrizar. Esa herida le hizo estar un tiempo en tierra, pues no podía asegurarse un nuevo aterrizaje seguro. El necesario descanso le vino muy bien, y la patita se curó totalmente. Ya estaba preparado para reemprender el vuelo. Un día aparecieron unas corrientes de aire muy favorables; sin embargo, el pájaro no se atrevió a despegar, temeroso del futuro aterrizaje. "Ya habrá mejor ocasión", pensó. Aprovechó para descansar unos días más, alimentándose del gran número de insectos que poblaban la zona.
Volvió a aparecer otra corriente de aire, aún más favorable que la anterior. Estuvo a punto de emprender el vuelo esta vez, pero de nuevo quiso evitar cualquier aterrizaje que le pudiese lastimar. Así que permaneció en tierra varios días más.
Esto se repitió en varias ocasiones. El pájaro añoraba las vistas desde el cielo y el viento golpeándole en la cara mientras volaba; sin embargo, sabía que lo más seguro para no volver a lastimarse sería quedarse en tierra. Total, allí tenía refugio y toda la comida que quisiera. ¿Para qué volar?
La añoranza y la melancolía iban siendo cada vez más fuertes y se dijo que esa vida no tenía sentido si no volvía a estar entre las nubes. Así que un día, sin esperar a ninguna gran racha de viento, desplegó sus alas para despegar. Pero algo no estaba bien. No recordaba cuál debía ser la posición de las alas para poder volar. Las movió, las agitó, mas no se movió del suelo.
Había olvidado cómo volar. Había pasado demasiado tiempo.
La moraleja está clara: no cenéis mucho justo antes de acostaros, que luego no descansáis bien.
O algo así, no sé.